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DE JUGUETES PERDIDOS


El mate ya estaba listo y el primer trago, ese que se sabe más amargo que el resto, ya fue tomado. La leña, a su vez, también estaba lista y en posición para que los fósforos, una vez prendidos, le dieran la primera llama que inicie el fuego e inicie su ritual, ese que hace uno cuando se sienta al lado para mirarlo, mirarlo y mirarlo, como si se tratara de una hipnosis hecha por nadie.

Cuando el hogar terminó de prenderse, me senté en el sillón que apuntaba directamente hacia él. Las brasas emanaban música propia, pero creí necesario poner una cortina de fondo como para acompañar. Me paré, prendí el parlante y arrancó. El modo aleatorio de mi lista de reproducción efectivamente fue aleatorio y me sorprendió con la primera canción. Nunca había sonado Juguetes Perdidos como primera opción. Subí el volumen y me volví a sentar. Esa suerte de tambor militar, pero con ritmo ralentizado, dio sus primeros golpes y las guitarras arrancaron a acompañarlo con sus acordes.

Mientras meneaba la cabeza lentamente pero con movimientos que acentuaban al ritmo, así como debe hacer un director de orquesta para comandar a su banda, mi concentración se enfocó profundamente en los acordes y en la melodía. Me acordé de alguien que una vez me comentó, con este mismo tema de fondo, que no entendía cómo una canción que dura siete minutos y que no tiene estribillo en ninguna parte pueda mantener la atención de quien la escuche.

Esa duda, después de aquel entonces, siempre reflotó en mi cabeza cuando Juguetes Perdidos dijo presente. Y ese día, que estuve sentado con los ojos cerrados en el sillón que enfrentaba al fuego, no fue la excepción. Comencé a responderme a mí mismo que quizás no tenga estribillo lírico, pero sí musical, y que el auge llega siempre con esa pequeñas notas de la guitarra que emergen sobre el final. Cuando estaba por llegar ese momento, en el que uno se despoja de sí mismo para que la melodía lo domine, parte de la leña que estaba puesta estratégicamente en el fuego, se derrumbó.

Me levanté sobresaltado. Agarré el atizador y reacomodé las brasas. El fuego estaba casi extinto y por eso se había desacomodado todo. Ese imprevisto, a decir verdad, fue un golpe de suerte. Una vez que terminé de rearmar todo, la llama agarró como nunca y largó un calor que abrigó a toda la sala de estar. Me senté nuevamente en el sillón, esta vez sin cerrar los ojos, y terminé de escuchar la canción mientras el fuego crecía y crecía. Entonces una sonrisa me invadió. Fue en esta misma casa, pero unos meses atrás, que había sentido lo mismo en un momento particularmente parecido, pero distinto.

La cena ya había terminado y, como era verano, un grupo de los presentes decidió hacer la sobremesa afuera, en el patio. Otros deambularon por la cocina. La casa estaba repleta de amigos míos y entre sí. Habíamos comido asado. Los de afuera, ya sentados en ronda, decidieron poner Juguetes Perdidos. Eran las tres de la mañana de un sábado. Los panqueques, que iban a hacer de postre, ya estaban casi listos. Todos fueron hacia el círculo para comerlos, menos yo, que todavía no terminaba de preparar todo. Cuando solo restaba llevar las cosas hacia donde estaban todos, un estruendoso ruido de vasos rotos hizo que me sobresaltara y deje de hacer lo que hacía.

Salí hacia el patio para ver si lo que escuché había sido cierto, pero me encontré con otra cosa. Entre risas, casi exageradas, ya habían apartado el destrozo del medio y lo habían colocado en un costado, sobre una pala. No sé cuántos vasos fueron, pero solo quedaban pedazos de ellos. Me acerqué a la ronda para preguntar qué había pasado, pero no pude decir nada. Las notas de la guitarra, esas que aparecen sobre el final y que paradójicamente son el auge de la canción, habían irrumpido y ya no había nada para hacer. Simplemente observar. Y eso hice.

Uno, bestia enorme con sus ojos cerrados y en cuero, con la cabeza apuntando al oscuro cielo veraniego solo iluminado por la luna, estaba sentado en una sillita que contra toda teoría física soportaba su peso y agitaba lentamente, casi en cámara lenta, ambos brazos hacia arriba. Otro, parado al costado con sus manos agarradas entre sí detrás de su espalda y la punta de su pie derecho golpeando el suelo sin hacer ruido, estaba posado sobre su lado. Después estaba este otro que, con sus pelos rubios y al viento, cantaba como un indio pero no como el Indio, en un acto de plenitud lírica amateur, e incentivaba al resto a hacer lo mismo. Otra sillita soportaba a otra persona que no era tan grande como la primera, pero que le dificultaba la labor porque se tambaleaba de un lado a otro, no al son de la música, sino producto del vino; borracho pero contento, a fin de cuentas. También estaba reposado plácidamente sobre un asiento más grande este que no era tan fanático de Patricio Rey, pero sabía lo que significaba el ritual de Juguetes Perdidos y, a su manera, lo disfrutaba. Y los punteos de la guitarra sonaban, y el Indio gritaba, y ellos festejaban.

Por mi parte, solamente me limité a observar a ese grupo de personas que, exaltado y en plenitud, decía mucho sin hablar, como ese fuego que se asienta una vez que se le acomoda correctamente la leña para que la llama crezca más y más.

Mi hipnosis se destruyó no con algo que se había caído, como bien podía haber sucedido con el que se tambaleaba de un lugar a otro y que estaba a punto de golpear el suelo con la cabeza, sino cuando uno se acercó y me dijo: “Che, está muy fuerte me parece, ¿no les va a joder a los vecinos?”. Tenía razón: estaba muy fuerte. Pero qué podía responder a eso, si la canción ya casi terminaba y la frase justo estaba por ser concluida. Se trataba de esa que, antes de darle el pie a la guitarra para que haga lo suyo, te recuerda que cuando la noche sea más oscura, el día va a venir en tu corazón. Como cuando el fuego se asienta y te abriga con su calor. Como cuando esa llama, lejos de ser destructiva, resulta reconfortante.

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