El fútbol no me puede faltar, nunca. ¿Por qué? Porque puedo ser quien quiera, como cuando una actriz o un actor entra al escenario. Seguro que desde lejos ven a un pibe que, con movimientos torpes y desincronizados, está pateando una pelota que rebota de acá para allá. Pero puedo asegurar que, en mi cabeza, en mi mundo ficticio, soy el mismísimo Messi. Ojo, si me desato los cordones de los botines o si uso zapatillas de correr y aún así logro hacer jueguitos, soy Maradona. Rene Houseman me dice que me baje las medias, o que me las saque, y que siga dándole a la pared a pesar de las protestas de los vecinos. Riquelme y Verón insisten en que frene la marcha, que me calme, que busque romper línea con un pase al espacio, ese que está entre la parrilla y el árbol, y que use la suela para aguantar la marca. A veces, pienso que soy más rápido que el viento y la tiro larga. Caniggia se me caga de risa. Juego hasta el cansancio. Hasta que no quiera jugar más, así puedo volver a empezar. M