—Papi.
—¿Qué?
—¿No estás ansioso?
—¿Ansioso? No… ¿Por qué debería de estarlo?
—Mañana es 15 de julio.
—¡Ah! Sí, es verdad, me había olvidado. La verdad es que ya
pasó tanto tiempo que no le presto mucha atención.
—Y… ¿Es verdad?
—¿Qué cosa?
—Qué el abuelo no terminó de verlo.
—Es verdad.
Un silencio irrumpió en la habitación y dejó lugar solo a
los ruidos de los juguetes siendo recogidos y ordenados después de un día de
pura diversión. Entre ellos, una pelota de fútbol.
—Papi, no lo puedo creer.
—Cada uno pasa esos momentos como puede. Quizás, cuando seas
más grande, lo vas a entender un poco mejor.
—Contame de nuevo cómo fue que pasó.
—Ya es tarde. Hay que ir a dormir y yo estoy cansado. ¿No te
agotaste de tanto patear?
—Sí.
—Por eso, vamos a descansar. Mañana será otro día.
—Pero mañana es 15. Me gusta cuando me contás esa historia,
y justo mañana es el día del cuento.
El padre se quedó pensando en ese día, sentado en un costado
de la cama, mientras el velador solo reflejaba a esas dos personas que estaban
en la habitación, proyectando dos siluetas sobre una pared blanca que estaba detrás.
—Bueno, dale, pero dejame hacer memoria. Siempre me acuerdo
de algo nuevo y quiero que la historia esté bien contada.
—Esperá a que termine de acomodarme.
—¿Listo?
—Sí.
—15 de julio de 2009. Ese año, que fue invadido por la gripe
porcina, que Huracán fue robado durante una épica final jugada contra Vélez,
que Banfield ganó su primer trofeo en la etapa profesional del fútbol argentino
por primera vez en su historia, que Gimnasia se salvó de descender, en una
suerte de partido místico luego de ganarle a Atlético Rafaela por 3 a 0, diferencia
que tenía que conseguir porque, de no hacerlo, perdería la categoría, fue un
año que también tuvo a Estudiantes como protagonista: consiguió la Copa
Libertadores por cuarta vez en su historia, allá, en Brasil.
—Dale, papi, contame la parte importante porque me voy a
quedar dormido y no voy a llegar a escucharla.
—Escuchá con atención, porque todo lo que pasó es
importante. Fue un año movilizante para mucha gente, no solo para nosotros.
—¡Dale!
—Bueno, como te decía: la ida de la final contra Cruzeiro,
que se jugó en el Ciudad de La Plata y que fuimos con tu abuelo, como hicimos
con todos los partidos de local de esa edición, había terminado 0 a 0, pero
quedaba la vuelta en Belo Horizonte, en Brasil. Un partido que, como sabés, se
jugaba el 15 de julio. Nosotros ya teníamos todo listo en la cocina: la tele
puesta cerca de las sillas, tu abuela en su habitación y tu tío en la suya. El
partido transcurrió como ya sabés.
—Sí, sí, ganamos, ganamos. Dale, contá el final.
—Bueno, sí, ganamos 2 a 1 después de haber sufrido mucho,
porque Cruzeiro fue quien arrancó arriba.
—Pero lo empatamos y lo dimos vuelta. Entonces el abuelo se
fue.
—Sí, pero no fue así nomás. Cuando Boselli cabeceó y venció
a Fábio Lopes…
—Sí, Fábio Lopes, me dijiste que no me olvidara de ese
nombre porque era un arquerazo y que por él no ganamos en la ida. Seguí, seguí.
—Bueno, eh, no te voy a contar nada más si seguís así.
—Perdón, perdón. Dale, escucho.
—Cuando el partido ya estaba 2 a 1, faltaban 18 minutos para
los 90, más el tiempo que iba a agregar el árbitro. Pasaron exactamente 3
minutos y tu abuelo me miró.
—Contame de nuevo con qué cara.
—Con la cara de alguien que tiene algo que no puede
controlar.
—Qué gracioso debe haber sido. Me lo puedo imaginar al
abuelo así de nervioso.
—Te imaginarás que, en el momento, yo me asusté. “¿Qué
pasa?”, le pregunté. Me respondió con la frase que usamos siempre en los
almuerzos familiares para molestarlo.
—"No aguanto más, me voy".
—Sí, esa misma. Se paró, corrió la silla, me miró nuevamente
con esa cara que te dije y me dijo: “No aguanto más, me voy”. Y se fue, nomás.
Abrió la puerta corrediza de madera que divide la cocina de la sala de estar y
lo último que supe de él, en ese momento, fue el ruido que hizo la puerta de la
casa cuando se cerró. Efectivamente se había ido.
—No entiendo cómo fue que reaccionaste como reaccionaste.
Aunque, en realidad, sí. Creo que hubiese hecho lo mismo que vos. Fue algo
histórico ese partido. Ganara Estudiantes, o perdiera, no hubiese dejado de
verlo.
—No, ni loco. Que él hiciera lo que quisiera, yo me iba a
quedar mirando a Estudiantes. Aunque, seguramente, mucha gente debe haber hecho
como tu abuelo.
—Una de las veces que me contaste esto, me dijiste que te
quedaste y sufriste cuando esa casi última pelota del partido pegó en la unión
del palo con el travesaño del arco de Andújar, y que cerraste los ojos y que
cada segundos eran minutos y que cada minutos eran horas y que no terminaba más
y vos pensabas cada vez más en el abuelo entendiendo que hizo bien en irse
porque sufrir ese tiempo fue un calvario, pero… ¿Nunca supiste qué hizo él cuando
salió?
—Sí.
—¿¡En serio!? ¡Nunca me lo dijiste!
—No, porque te dije que siempre me acuerdo de algo nuevo.
Ahora que me preguntaste, me acordé de cuando me contó sobre esa escapada.
—¿Qué te dijo?
—Mirá, primero que nada, recordá que el partido había
empezado a las nueve de la noche, casi diez. Ya de por sí hubiese sido una
locura que salga a la calle a esa hora. Habrá estado afuera de casa cuando eran
las 11 y cuarto, 11 y monedas, no sé, más o menos fue en ese tiempo. Imaginate
que él tampoco se acuerda el momento exacto. Lo único que nos quedó patente de
ese momento es que estaba lloviznando, a punto de largarse, y que hacía un frío
descomunal. Típica noche invernal, bah. Ese momento de un día de julio que
preferís estar en tu cama calentito y que nada ni nadie te quiera sacar de ahí.
—Supongo que agarró el auto y se fue.
—No, no, olvídate, ¿qué auto? Si faltaba muy poquito para
que termine la final. Decidió que lo mejor sería caminar. Y así hizo. Encaró
para la avenida, que le quedaba cerca, y caminó para uno de los lados, no sé
cuál. Según me contó tiempo después, hizo 3 cuadras, dio vuelta a la manzana y
volvió para casa.
—O sea, en total hizo… ¿Siete cuadras?
—Claro.
—¿Decís que fue a propósito?
—No lo sé. Es probable. La realidad es que calculó perfecto,
porque cuando abrió la puerta de casa, el árbitro justo estaba dando el pitido
final. Tu abuela ya lo estaba esperando con el teléfono en la mano porque lo
había llamado un amigo suyo.
—¿Y entonces?
—Lo atendió, atónito, casi sin escuchar a la voz que estaba
del otro lado. Él no se había enterado de nada porque no había escuchado ni había
visto nada en su escapada. Incluso me admitió, también tiempo después, que
extrañamente esa noche no se cruzó con ningún auto. Cuando llegó, y mientras
reposaba al teléfono en su oreja, me vio directamente a mí.
—Seguro lo cagaste a puteadas.
—Che, hablá bien. Y no, ¿cómo lo voy a putear?
—¿Y qué hiciste?
—No me acuerdo. Me dijo que lo único que yo le decía,
mientras tu abuela estaba extasiada y él trataba de descifrar si Estudiantes
había salido campeón, es que fue increíble cómo nos habíamos salvado y que fue
increíble la suerte que tuvimos sobre el final.
—Y ahí sí, agarraron el auto y fueron para La Plata.
—Sí, sí. Esa parte de la historia ya la sabés. Fuimos a ver
a los amigos de él, los que lo habían llamado por teléfono, y después encaramos
para allá. Una linda locura.
—Sí… La que hizo el abuelo. Cada vez que te escucho no lo
entiendo. Siempre que lo veo le digo que nunca voy a entender lo que hizo.
¿Cómo te vas a perder de ese momento? Fue único. Lo que daría por vivir algo
así y el abuelo directamente decidió no ver los últimos minutos.
—Es complicado. Es un sueño muy grande el de ver a tu equipo
campeón. Más, si es de esa copa. Tuvo miedo y no pudo aguantar los nervios.
Pensalo: evidentemente no todos podemos afrontar a nuestros sueños cuando se
están mostrando ahí, en frente nuestro.
—¿Y vos, pa? ¿qué harías si tenemos suerte y volvemos a
vivir algo así?
—No lo sé. De acá a que vuelva a pasar, falta mucho. Primero
lo primero: dormir, que mañana encaramos un nuevo día, y un nuevo aniversario.
—Que descanses, papi.
—Que descanses.
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