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UN NUEVO DÍA DE CANCHA


——Es hoy, papá. Dale, dale, vamo’ que vamo’. Mandale, nomá’.
——Pará un poco, desquiciado. Son las siete de la mañana y recién me despierto. Falta un montón. Bajá la música que lo que falta es que nos saquen a patadas del edificio.
——No me extraña en nada tu actitud. No sos un hincha de verdad.

Pasó un montón de tiempo desde la última vez que jugamos, y encima en nuestro estadio, ese que tanto costó en reconstruirse. Si algo le faltaba a Estudiantes, era eso. Pero ya pasó todo y, encima, tenemos nuevamente nuestro lugar. Lo pudimos estrenar, sí, pero por poquito tiempo.

Son las siete de la mañana, es verdad, pero no aguanto más. Pongo la música al palo y entro a bañarme. Pero concentrado, tal cual lo ameritan los días como hoy. Bien concentrado.

El baño tiene que estar antes que el desayuno, y no después, como cualquier otro día. Cuando termine, no me tengo que olvidar de que tengo que agarrar la toalla roja, la que está en el segundo cajón, bien guardada y lista para estas ocasiones. ¿La ropa? La misma que usa un oficinista todos los días. Aunque, en este caso, me tengo que poner una camisa que tenga rayas. No importa el color ni el diseño ni cuántas, solo que las tenga.

Una vez listo y preparado, salgo para el trabajo con Bob Marley de fondo. Por suerte, voy a terminar a las seis de la tarde y con tiempo de sobra para llegar a la previa del partido. Sé que la oficina va a estar como cualquier viernes. Eso no me preocupa. Solo debo estar concentrado en que mi primer paso dentro del cubículo sea con el pie derecho.

Hubo una vez que mi jefe se pasó de vivo y no me dejó hacer eso. Él es reacio a mis creencias. Entonces, ese día, me había dicho que no me iba a dejar entrar si no pisaba primero con la izquierda. Aguanté, pero no me quedó otra que ceder, pues tenía que trabajar y no tenía mucho tiempo. Claro, ese viernes Estudiantes perdió.

Entonces, y mientras recuerdo ese momento, llego a la oficina. Chequeo en mi reloj y confirmo que estoy entrando con siete minutos de sobra, tal cual marca mi manual. Pregunto y me responden que el jefe no está en este momento. Sin más tiempo que perder, piso de manera firme con mi pie derecho, listo para continuar con el día.

De pronto, la aguja chica apunta perpendicularmente para abajo y la grande hace lo propio para arriba. Ya son las seis de la tarde. El tiempo pasa en un abrir y cerrar de ojos y más cuando es día de cancha. Agarro las llaves del trabajo y cierro todo. Agarro las del auto y saludo a los que todavía siguen acá. Me rajo.

Llego al edificio. Entro, ingreso al ascensor y aprieto el botón que tiene un siete resaltado. Sube. Espero a que se abran y a que se cierren las puertas. Listo, ya puedo bajar al tercero, donde vivo con mi hermano. Cuando entro al departamento, él ya estaba listo para hacer lo que tenía que hacer. El tipo no lo demuestra, y quizás no siente como yo, pero las costumbres las mantiene a rajatabla.

Voy para mi habitación. Chau a la ropa horrible de oficinista. Hola vestimenta cómoda, de cancha, y hola piluso hermoso. Ese gorrito zaparrastroso y deshilachado no puede faltar. Cuando voy a la cocina, noto que mi hermano ya me estaba esperando.

——¿Vamos?—— me pregunta.
——Dale, ya estoy listo.

De la cocina, fuimos para ese lugar mágico donde solo ocurren cosas buenas. Llegamos. Ingresamos y chequeamos que nuestros lugares estén disponibles. Efectivamente. Entonces, nos dispusimos cada uno a su lugar.

El partido comienza sin emoción más que la que sentimos nosotros por volver a ver a Estudiantes nuevamente, después de tanto tiempo sin poder hacerlo.

La normalidad se interrumpe: gol de Estudiantes. Gritamos, nos abrazamos. Pero entonces, ocurre la catástrofe. Nos miramos entre nosotros.

——¿Y ahora qué hacemos?
——Qué se yo, boludo, no sé. Tomá­­—— me responde mientras me tira un peluche. ——Abrazá a esto que yo voy a buscar otra cosa.

Quedé perplejo. Nunca se me había pasado por la cabeza que esto podía llegar a ocurrir. Terminó el partido y Estudiantes perdió 2 a 1. Ganábamos, pero nos lo dieron vuelta. Para colmo, sobre el final. Es que, claro, otra vez se había roto todo. Pero esta vez no había sido culpa de mi jefe.

Cada vez que Estudiantes meta un gol, mi hermano y yo debemos abrazarnos entre nosotros después de gritarlo. Luego, cada uno debe hacer lo mismo con un desconocido que tenga al lado. Podemos intercambiar lugares, porque entre el jolgorio pasan muchas cosas, pero antes de que se reanude el juego, debemos volver a donde estábamos. Esto suele pasar mucho en la cancha del club. Pero para él y para mí, hacer eso es algo más que la normalidad de la jerga: es parte de nuestra cábala.

Y nosotros no pudimos cumplirla porque vimos todo el partido en la soledad de nuestro living, sentados frente al televisor. Ese camino que antes nos llevaba a la puerta principal de la cancha, ahora nos conduce desde la cocina hacia la sala de estar, donde tenemos dos sillones y un plasma. Comienza a palparse una tristeza tan grande como nuestras ganas de estar en el estadio para bancar al equipo. Mientras, nuestros jugadores, también solos y acusados por un silencio que solo se logra en un campo vacío, se retiran al vestuario. Mi hermano toma el control y apaga el televisor. El show, como el día de cancha, había terminado.

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